SIN SABER DE LETRAS
En el callejón de mi infancia había de todo, una loca, un policía, un viejo, una chismosa, apodos sonoros, colmados y un largo etcétera. Siempre los niños del lugar nos reuníamos en los patios para desafiar el mal humor y las embestidas del típico vecino abusador.
Una mañana, cerca del mediodía, después de que la vecina loca lanzara a los infantes que jugaban frente a su casa una sustancia desconocida que inundó de mal olor el vecindario, apareció el mencionado abusador con su correa en manos abriéndose paso por los agiles y escurridizos traviesos de mayor tamaño que escapaban de su alcance, hasta llegar al más pequeño e indefenso y aplicarle tremendos azotes.
Para su infortunio, el padre del niño, un haitiano de finos modales que vivía en Haití, se encontraba visitando su vástago y al percatarse de la acción salió a enfrentar el maltrato del cual había sido objeto su hijo. Nunca nadie había osado reclamar al verdugo, pero aquel lo hizo con tanta elegancia, decencia y gallardía que su ejemplo me ha servido de referencia, para aplicarlo en situaciones que ameritan de mucho sentido común.
Como era de esperarse, el infeliz ejecutor justificaba su accionar y cuando el padre frustrado entendió que eran en vano sus reclamos tras exigir una excusa pública, atinó a decir: “tú saliste como un animal y eso es lo que eres”… El silencio se apoderó de todo y en nuestras mentes quedaron guardadas aquellas palabras que desarmaron al más violento de los vecinos que atormentaba nuestras almas.