Cuando estaba en sexto grado de primaria, compartía el salón de clases conmigo la niña que fue mi primera gran ilusión amorosa. Hermosa, trigueña, con todas las características de una muñeca de ensueños. Era mi mejor amiga, hasta que un día no volvió más a la escuela y la razón no podía ser más desalentadora que la falta de confesión de mi amor hacia ella. Se había ido a vivir con la madre a Puerto Rico.

Me ocurrió de nuevo en el bachillerato. En esa ocasión, una jovencita de tez oscura, ojos risueños, baja estatura, segura y muy coqueta. Desde que la conocí, me enamoré
de ella. Mi ilusión por ella fue tanto que aún la recuerdo con amor y aunque en esa ocasión, por lo menos se lo dije a su mejor amiga, a ella nunca le dije nada.

Me enteré el día de nuestra graduación como bachilleres que su amiga sentía por mí lo que yo por su amiga, y que, si le hubiese confesado a mi amor y no a ella lo que sentía, la historia hubiese sido otra. No me arrepiento de haber vivido las cosas como las he vivido, pero sí de no decir a tiempo lo que no puede esperar. Después
de mi lección en el bachillerato, no he vuelto a estar enamorado yo sólo.