SIN SABER DE LETRAS
Cuando es adquirida, hablar de su belleza es inevitable. No hay hombre, por recatado que sea, que no sucumba ante sus bondades después de probarla.
Sus líneas contorneadas, fabricadas a la perfección; su modelo aerodinámico, su delicadeza y suave andar que convierte su interior en el lugar de convergencia perfecto entre tiempo y espacio, haciéndola un referente estético de la creación humana.
Aunque es incapaz de pronunciar palabra alguna, emite un sonido melódico desde lo más profundo de su interior que me hace confesar que, luego de “usarla”, quedo con deseos de seguir sobre ella. Montarla es una experiencia inolvidable, irresistible, feroz y jadeante. El único de entre nosotros, simples mortales, apto para resistirse a su seducción es Roberto Cabrera. Sólo él era lo suficientemente valiente de mirar hacia la parte izquierda del tablero de la jeepeta nueva para ver la señal de combustible y anunciarlo en el preciso momento en que se encendía.
Era ella, “la verduga del sexo”, llamada así por Cabrera porque el ícono, una simplificación de la pistola de presión de la manguera de una bomba de combustibles que se introduce en el tanque de gasolina de los vehículos, según el amigo, evoca el órgano reproductor masculino, pero por su condición de señal, la convertía en femenina y era así como cada vez que teníamos la oportunidad de pasear juntos en la jeepeta nueva de uno de nuestros dilectos amigos, que responda a las cualidades más arriba mencionadas.
De vez en cuando, escuchábamos decir: “se encendió “la verduga del sexo”, ¿a quién le toca?”