Al igual que cualquier otra universidad, la UASD no existe en un mundo de abstracciones. Sus entornos están llenos de fuerzas dinámicas que influyen sobre sus tareas y operaciones y, en última instancia, determinan su importancia, alcance y viabilidad. En un lapso de tiempo de poco más de medio siglo, la República Dominicana ha llevado a cabo una impresionante transición desde un prolongado periodo de dictadura totalitaria a una democracia afectada por ciertas lacras, pero democracia al fin. Los nacidos a mediados de la década de los años 30 del pasado siglo 20, les tocó vivir los días más oscuros de la dictadura trujillista, por lo que son los más llamados a apreciar los cambios que se han logrado introducir en el país, entre los que se destacan una prensa libre y crítica, partidos políticos independientes, elecciones cada cuatro años, vigencia de los derechos humanos, libertad de asociación, y lo que es igualmente importante, la reafirmación constitucional de la autonomía de las Universidades y del derecho a la educación de todos y cada uno de los ciudadanos (plural genérico). Esos y otros cambios políticos han modificado el entorno operativo y ético de todo el subsistema dominicano de instituciones de estudios superiores.
El Pacto Nacional por la Reforma Educativa ha colocado a la UASD frente a nuevas oportunidades, desafíos y obligaciones. Del mismo modo, ha impuesto al Gobierno del presidente Danilo Medina la apreciada obligación de aflojar los lazos tan estrechos y sofocantes en que se asfixiaba la más vieja institución de estudios superiores del Nuevo Mundo.
Los objetivos básicos del mencionado Pacto son los de elevar la calidad y aumentar la igualdad de oportunidades educativas; objetivos éstos, evidentemente laudables. No obstante, la cuestión que se plantea es la de si esos dos objetivos son mutuamente compatibles o no.
Con el fin de democratizar la Vieja Universidad de Santo Domingo y de alcanzar una mayor armonía entre los estudios universitarios, las necesidades sociales, y el mercado de trabajo, a mediados de los años 60, la Universidad estatal comenzó a poner en práctica una política de puertas abiertas, la misma que hoy consigna el Pacto, la que reconoce que “toda persona a una educación integral, de calidad permanente, en igualdad de condiciones y oportunidades, sin más limitaciones que las derivadas de sus aptitudes, vocación y aspiraciones”. Pero, debido a la negativa de los gobiernos que se sucedieron de otorgarle a la UASD el monto presupuestario consignado en la Ley, dicha política pronto se vio desbordada y contrarrestada por el aumento inexorable del número de estudiante. A paso de los años, los planes de desarrollo de la Universidad estatal se trastocaran en cuestiones de números en las que la calidad contaba menos que la cantidad. Creemos que no sucederá lo mismo con el Gobierno del presidente Danilo Medina. Es que la calidad y la igualdad no son objetivos intrínsecamente incompatibles; en procura de que los sean hace falta un equilibrio mucho más cuidadoso de la importancia concedida a ambos aspectos. La calidad es un concepto resbaladizo, muy difícil de medir y de evaluar, y de definir en términos significativos.
En las mesas de discusiones del Pacto, notamos cómo algunos de nuestros colegas hablaban con ligereza de niveles o estándares de calidad como si se tratase de absolutos metafísicos, tallados en piedra y aplicables en todo momento y lugares, cuando en realidad los niveles de calidad no son más que indicadores relativos que difieren de un lugar a otro y de un período a otro en un mismo lugar, dependiendo siempre de las circunstancias y de los sujetos de aprendizaje en cuestión. Sostenemos que la calidad de una universidad consiste en la diferencia entre lo que sus egresados llevaron al matricularse y lo que extraen de la institución, en términos de conocimientos, habilidades intelectuales, valores, actitudes, y motivaciones. Mirando a nuestro alrededor, pensamos que en términos de calidad, la UASD se lleva las palmas