No obstante el privilegio que de por sí constituye el ser dadora de vida, como instrumento de una voluntad superior, venga de donde venga, el verdadero don de la mujer no es el de parir, sino el de poseer el Instinto maternal, que ha hecho inmensamente posible la vida y la supervivencia en todo el reino animal. Si los animales irracionales no contasen con ese instinto, casi todas las especies, desde hace muchos siglos, se hubieran extinguido, y lo mismo hubiera ocurrido con la raza humana.
Ese instinto existe, casi siempre de manera muy desarrollada, en mujeres que por alguna razón biológica o de otra índole, no han logrado llegar a la maternidad; sin embargo, no necesariamente es en el acto del parto que, desde luego, es un hecho memorable, donde la mujer desarrolla ese don que le es dable por el solo hecho de ser la hembra de la especie, lo que le otorga además el instinto extra de intuir lo que casi todos los hombres pasan desapercibido.
Su celo, en muchos aspectos de la vida, le ha generado a la mujer muchas dificultades e incomprensiones a lo largo de los siglos, pero no se puede negar que cuando asume su verdadero rol, tanto en la familia como en la sociedad, a las que procura preservar por encima de todo, no hay hombre, por muy poderoso ni sabio que sea, capaz de sustituirle.
Si nuestras sociedades no estuviesen diseñadas desde muy antaño para relegar a la mujer, incluso hasta por medio de leyes religiosas arcaicas, nadie sería capaz de ofender a una mujer sin recibir el repudio de toda la sociedad. No habría ofensa mayor que la de haber violado esa norma que, en el reino de las leyes naturales, le ha dado a la mujer un lugar especial en los tramos de la historia; porque detrás de toda hazaña valedera, de toda honra y de toda gloria, está el aporte primigenio de ese ser, de cuyo instinto surgieron todas las posteriores cosas posibles. Ella está detrás del genio del artista, del científico, del estadista, pero sobre todo de la calidad humana y de las virtudes, que celebran y le dan su razón de ser al milagro de la vida.
Los actos que presenciamos hoy con estupor, en los que numerosas mujeres están perdiendo la vida a manos de sus propios compañeros o ex parejas, en los que se ha llegado al extremo de sacrificar también a familiares y a hijos de las víctimas, nos coloca frente un panorama tan sombrío, que ha dado lugar a un desplome del optimismo y de las esperanzas en el futuro de la sociedad. Tan grave es el problema, que ni una marcha de todos los ciudadanos ni leyes que tipifiquen y condenen tan horrendos crímenes podrán devolver la tranquilidad a las familias de hoy. Tenemos que cambiar nuestras actitudes agresivas, incluyendo la violencia verbal y la insolencia que exhiben nuestros medios radiales y televisivos, y ser más tolerantes y civilizados. Las mujeres y las familias amenazadas lo agradecerán.
La errónea interpretación del mito hebreo sobre la creación, en el cual la mujer (Eva) aparece como la culpable de haber desobedecido a Dios y de ser la causante de los males de la humanidad, tal y como ocurre con la Pandora del mito griego, ha colocado a la mujer en una posición difícil a lo largo de la historia; relegada como ha sido por un patriarcalismo incestuoso y polígamo, que impuso la ley del machismo desde los primeros tiempos de la humanidad. Ninguna iglesia ha tenido ni el valor ni la responsabilidad de rescatar el verdadero significado de los árboles “del conocimiento del bien y del mal” y “el de la vida” que, según el mito, Dios había plantado en el Jardín del Edén.
Más que desobedecer a Dios en la bellísima escena con la culebra, Eva estaba siendo instrumento del mito en la tarea de establecer el alma, el raciocinio, entre los seres humanos, así como con la salida (no la expulsión) de ella y Adán, de un lugar tan sagrado como el Edén, para que no llegaran a comer del árbol de la vida, dejaba establecido que los seres humanos son mortales y no ángeles, como lo son los niños recién nacidos, que no otra cosa eran Adán y Eva en el principio del mito.
Los mayas, en su mito de la creación de no menos belleza, dejaron claro lo mismo cuando los dioses destruyeron a los hombres y mujeres de la segunda creación, porque no tenían alma. Así que la primera gran injusticia de la historia de la humanidad, al menos en el mundo judeocristiano, ha consistido en culpar a la inocente Eva y a la mujer en general, de un “pecado original” que nunca se cometió. Esta última reflexión debe servirnos para entender que si hubo un Jesucristo que dio amorosamente la vida, no fue para lavarnos de un mítico “pecado original”, sino para establecer entre los seres humanos el reino de la solidaridad y la justicia.