Todos conversaban animadamente con “El Comandante”, algunos aprovechaban para pedirle autógrafos, y Fidel se paseaba entre el grupo de periodistas, productores de televisión, congresistas y ex funcionarios dominicanos que habíamos viajado a Cuba con motivo de la grabación del programa “Los Dirigentes”, que tenía como invitado al gobernante cubano y era conducido por José Francisco Peña Gómez. Es decir, la ocasión había sido aprovechada por Peña Gómez para hacerse acompañar de un nutrido y variopinto grupo de invitados, que viajamos a La Habana en un avión prestado por el gobierno panameño. El grupo incluía congresistas del derechista Partido Reformista.
Cuando la invitación llegó a la productora de televisión para la cual yo trabajaba y en la cual se editaba el programa de Peña Gómez, no dudé en aprovecharla, dada la curiosidad que Cuba despertaba, no sólo por lo asombroso de su experiencia revolucionaria, sino por lo que artística y culturalmente representa.
Hasta la última noche de nuestra estancia en La Habana, con visitas al Floridita y a la Bodeguita del Medio, no imaginábamos que íbamos a ver a Fidel Castro. La noticia de ese encuentro nos fue dada en la mañana, a la salida del hotel, cuando se suponía que íbamos camino al aeropuerto.
Después de un primer encuentro y casi rueda de prensa con “El Comandante” en el salón de sesiones del Palacio de la Revolución, pasamos a un gran comedor donde nos esperaba una suculenta “picadera”, que incluía variadas carnes y langosta, entre otros manjares propios de esa clase de recepciones. Fidel no quiso probar bocado, quizás por conservar el glamour de figura casi legendaria. Vestía su clásico uniforme verde olivo y su poblada barba le enmarcaba el rosto de patriarca revolucionario. Detrás de él estaba su hermano mayor, también con barba blanca, distante y discreto, aunque finalmente se unió a nosotros en uno de los autobuses que nos condujeron, con escolta policial y todo, hasta el aeropuerto José Martí, en un gesto inusual, según nos manifestaron los miembros del partido que nos acompañaban, como inusual había sido el hecho de que Fidel siguiera la conversación con nosotros hasta la escalinata frontal del Palacio, frente al espacio abierto de la Plaza de la Revolución.
Al entrar al comedor, Peña Gómez había hecho las presentaciones de rigor de sus invitados a un Fidel Castro amable, pero sin perder su aire de figura central de aquel informal encuentro, mientras el fotógrafo oficial tomaba las impresiones del momento. Las cámaras les habían sido retiraras a los periodistas dominicanos al entrar al salón de sesiones.
Ya un poco más relajado, encontré a Fidel junto a Peña Gómez, quien de nuevo me presentó al gobernante cubano con la misma cortesía inicial, y yo aproveché la ocasión para obsequiarle a Fidel un ejemplar del boletín de mi programa Proscenio, que contenía la charla que Silvio Rodríguez había pronunciado sobre la Nueva Trova en uno de los encuentros de “Siete Días con el Pueblo”. A Fidel le sorprendió el que yo publicara tales cosas en pleno régimen represivo de Balaguer, y así me lo manifestó.
En ese momento recordé lo que minutos antes él le había dicho a Peña Gómez: “yo he tenido mejores relaciones con Balaguer que con los gobiernos de tu partido”. Ahí tomé de nuevo la iniciativa para preguntarle, más con el interés de iniciar un breve dialogo con él, si era cierto que unas armas que Trujillo le había enviado a Batista habían caído en manos de sus guerrilleros. Sin darme cuenta, le había dado pie para lo que a seguidas me confesó como un error infantil que había cometido antes de iniciar su guerra contra el dictador cubano, y que pudo haber cambiado la historia de Cuba.
Me dijo que en aquella ocasión cometió la tontería de bajarse del avión que lo trasportaba y que había hecho una escala técnica en la terminal de Santo Domingo. Pero que lo peor había sido el que durante esos minutos que permaneció en tierra dominicana intercambió algunas palabras con un policía del régimen de Trujillo. Al hablarme en tono casi confidencial y amistoso, en el que también habló de que había dejado de fumar, no lo sentí tan distante como suelen sentirse los gobernantes, y menos tratándose de una figura de su calibre, lo que me hizo pensar en que hasta los hombres más duros de la historia tienen momentos en los que el ser humano que hay en ellos se rebela y abandona la cáscara que lo distancia del resto de las personas.